Más que un proyecto, Misión Cucunubá es una verdadera revolución para potenciar el trabajo de campesinos y artesanos, y darle a la educación de los niños del municipio lugar protagónico.
Don Enrique Contreras recita con facilidad los datos básicos de su telar porque estos parecieran decir quién es él de la misma forma que lo harían la cédula, el lugar de nacimiento, la edad o el grupo sanguíneo. Para él es importante recordar que la máquina llegó a sus manos en 1963 luego de que un familiar se la vendiera en Duitama, Boyacá: la madera original sigue haciendo parte del marco de una estructura que, aún hoy, logra procesar más de 1.000 hilos con los que se han hecho cientos, acaso miles, de prendas. Los mismos hilos que han entretejido toda una vida hecha, casi literalmente, a punta de lana.
Según los cálculos rápidos de este artesano de 65 años nacido y criado en Cucunubá, Cundinamarca, su telar puede tener más de 80 años de existencia, si se tiene en cuenta que el dueño anterior lo tuvo por más de 20 años antes de salir de él. “Me costó 800 pesos”. El precio despierta una sonrisa pícara en el rostro de don Enrique, pues una sola lanzadera de la máquina hoy se consigue por 150 mil pesos en promedio. La inflación, dirían los economistas.
– ¿Le han ofrecido comprar el telar?
–“Claro. Un hombre en Paipa me dijo que me daba millón y medio hace rato. Pero no lo vendí en ese momento. No lo vendo por nada”. La inflación del cariño, dirían los poetas.
Don Enrique es parte de un grupo al que también pertenecen personas como Otoniel del Río, Claudia Murcia o Javier Rojas. Todos artesanos. Todos tejedores. Todos entregados a un oficio que, desde la materia prima hasta el producto final, está basado en un paciente esfuerzo: un trabajo que con una repetición calculada y minuciosa produce una belleza a la vez sutil y explícita, poderosa.
Pero en el tiempo de la lana, antes de los telares, con sus pedales y poleas y lanzaderas, antes de los 800 pesos de 1963, están las manos de Blanca Estela Pérez y, en general, las de sus familiares y amigos que hoy continúan esquilando ovejas y transformando la materia recién cortada en hilos, que a su vez se convierten en rollos, en husos. La matemática del asunto está clara: para una ruana de un adulto promedio, una pieza de 1.20 metros por 1.70 metros, se necesitan 12 husos y cada uno requiere cinco horas diarias de hilado a mano.
El cálculo es una fórmula probada, y refinada, en las varias décadas que doña Blanca ha hilado en las colinas que rodean Cucunubá. Aún con dolores en los dedos, aún en los días de duras lluvias que inundan el Valle de Ubaté o en los de la sequía que trae el fenómeno de El Niño, hilar es una actividad necesaria. Como sucede con otros personajes en esta historia, el oficio de artesano es, además de un medio de subsistencia, un camino de vida. Se es lo que se hace.
Aunque esta zona es reconocida principalmente por su producción lechera, en ella también existe una cierta tradición ovina que, pese a combinarse con una larga línea de manos capaces, no ha logrado traducirse en una producción estable de mediana escala, algo que impacta directamente a todos aquellos que contribuyen en la cadena que va desde la oveja hasta la prenda.
Los cambios, entonces, tienen que darse en cada punto de este recorrido. Y estos, precisamente, comenzaron a llegar a principios de 2015 de la mano de Misión Cucunubá, una iniciativa de la Fundación Compartir que, en esencia, busca generar desarrollo: desarrollo con equidad y justicia social.
La cosa es que, para llegar a esta meta, no sólo podía atenderse el sector asociado a la lana y la tejeduría, pues en la perspectiva de la Fundación el verdadero desarrollo es un tema que, además de empoderamiento económico, tiene un alto componente educativo.
Educación es quizá una de las palabras que más fácilmente se asocian con el nombre de la Fundación Compartir. La organización tiene un exitoso colegio en la localidad de Suba, en Bogotá, además de auspiciar la entrega del Premio Compartir al Maestro como un estímulo para encontrar nuevos y mejores caminos en la docencia.
Deivi Alexander Vargas cursa sexto grado, tiene 12 años, una cierta afición por el fútbol y una ligera aversión por las matemáticas. Su materia preferida es español. Aunque vive en la vereda de Pueblo Viejo, a las afueras de Cucunubá, cada día se desplaza hasta el Colegio Divino Salvador Cucunubá, en el casco urbano del pueblo. Sus hermanos también estudian aquí, al igual que otros 827 estudiantes. Esta es una de las dos instituciones educativas que existen en esta población.
Desde el lanzamiento de Misión Cucunubá, ambos lugares han sido intervenidos para mejorar la calidad de la educación mediante el cruce de saberes y metodologías que la Fundación Compartir ha ido recogiendo a través del colegio en Suba y el premio a los maestros colombianos.
“Mire, la oveja se mueve y hace esto cuando está incómoda mientras uno le va sacando los vellones”. Doña Blanca ha trabajado buena parte de su vida con estos animales pero “nadie se las sabe todas. Por eso a nosotros nos dan capacitaciones y así entendemos bien todo lo que tiene que ver con ellas y con la lana”.
Al igual que en los colegios, la educación también pasa por la cadena de producción de la lana, pues es a través de ésta que la Fundación aspira a incrementar el empoderamiento económico de una población que cuenta con por lo menos 300 artesanos, 100 de los cuales ya están organizados en cooperativas instaladas en cada paso de la cadena de valor.
Las cooperativas, que quedaron establecidas en mayo de este año, reciben recursos del Departamento para la Prosperidad Social como parte de su preparación para el futuro, un tiempo en el que los artesanos de Cucunubá pasarán de producir poco más de 100 piezas mensuales a un promedio de 700 por mes.
Esta meta, de por sí ambiciosa, va de la mano del mejoramiento en la calidad de la lana que se produce en la región. Lo que la Fundación aspira es a tener un cruce genético de oveja que proporcione una materia prima sin precedentes en el país.
Para lograr esto, la organización trabaja con instituciones como el Ministerio de Agricultura y el ICA, pues la introducción de mejores ovejas es un proyecto que no sólo implica la existencia del animal como tal, sino su tenencia: qué tipo de pastos come, qué atención veterinaria debe tener, en qué terreno debe estar… En términos simples, y sin mayores grandilocuencias, se trata de toda una revolución.
Pero esta es una revolución que se hace de manera colaborativa. Todos ponen.
Si bien es la Fundación el motor de los varios proyectos que componen estos tiempos de cambio, la comunidad es la encargada de manipular los mástiles y las jarcias de su propio destino. La idea final es que el pueblo entero funcione como un centro de conocimientos experimentales ideados con la gente misma.
Fiel a su naturaleza, la imagen que más rápido viene a la mente con la Misión Cucunubá es la del tejido: el paciente trabajo de hilar y entrelazar una y otra vez como una forma para aspirar, entre todos, a cosas más grandes.